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Diez años entre nostálgicos y adaptados

La puerta de embarque del aeropuerto de Ezeiza se convirtió en 2002 en un embudo por donde se escurrían hijos, hermanos, nietos, amigos… Una vez más, Argentina, aunque por motivos diferentes, sino echaba, hacía muy poco por retener a gente que ni en los sueños más arriesgados hubiera visualizado una aventura europea.

Pero allí estaban, con valijas que pesaban bastante más que 23 kilos, dispuestos algunos a buscar mejores oportunidades de las que ofrecía en ese momento el país, estabilidad, un entorno más seguro donde ver crecer a sus hijos, una aventura diferente, o todo ello junto. Antes de cruzar el Océano había que pasar el mar de lágrimas en el que se transformó por aquellos días la terminal de salida del Ministro Pistarini.

Los más afortunados llegaban con trabajo, alguien que los fuera a recibir a Barajas y un lugar donde pasar las primeras, cruciales e inciertas noches. Los menos, venían con la dirección de algún hostal donde poder parar y se encontraban con la primera odisea apenas bajar del avión: subir al tren del Primer Mundo con tres maletas a cuestas antes de que se te cierren las puertas automáticas. La suerte ya no estaba definitivamente de tu lado cuando llegabas al hotel señalado y te chocabas con el cartel “Cerrado por vacaciones”. ¿A quién se le ocurría veranear en pleno agosto?

No sería nada comparado con la torre de trámites y colas que llegarían a continuación, amén de la misión de conseguir un lugar decente donde alquilar sin trabajo, aval ni casi ahorros. La ilusión cool de vivir en el centro de Madrid cambiaría pronto por nombres tan raros y menos glamurosos como Morata de Tajuña, Alcalá de Henares o Collado Villalba, a no ser que aceptaras un sexto por escalera, con un baño sin puerta, eso sí, en Malasaña. En esas localidades remotas tampoco te ibas a encontrar con demasiados “lujos”. Lo normal era tener acceso a un bajo frío, oscuro y con paredes de papel, la trastienda de un local, o un piso compartido con vecinos de los rincones más dispares.

De repente, de este lado del mundo, los objetos tenían otras funciones que las que les concebíamos hasta entonces: camperas convertidas en almohadas, toallas en frazadas, baños en cocina, bañeras en ollas para hervir salchichas… Algo bueno tenía que tener tanta ausencia de comodidades: ahí afuera había un país por recorrer y allí nos lanzamos. Para quienes recalamos en la capital, poco quedó por ver de Madrid y ambas Castillas, las excursiones más cercanas. Tanto salimos que decir hoy Toledo es sinónimo de pesadilla viajera.

El idioma que creíamos aprendido desde la cuna nos jugó algunas otras malas pasadas. Cogemos más de lo que creíamos que fuera posible, decimos culo sin ningún complejo, y ya sabemos que pedir la vez en la compra no es lo mismo que comprar a la par que el otro. Aprendimos también a contar las cuadras en minutos, a dar menos besos de los acostumbrados y a pedir el café sin tanto amable preámbulo.

Aunque nunca, llevemos los años que llevemos fuera de casa, dejamos de comparar las bondades y desventajas de uno y otro lado del charco. A los más “adaptados”, los mismos que hablan con el acento mezclado, les duele cualquier crítica al país de acogida y miran con algo de recelo a los que todavía tienen a Clarín en su página de inicio en el navegador y están al día hasta de la última novia de Marcelo Tinelli. Los más nostálgicos, a su vez, no pueden entender cómo alguien puede vivir sin saber quién gobierna la provincia que dejaron atrás, cuál es la última celebridad patria que ha abandonado este mundo, o en qué posición está su equipo en la tabla, mientras ellos no dudan en perder decenas de madrugadas para ver por la web partidos entrecortados en los que los goles hay que adivinarlos.

En lo que todos coinciden es en que bendito sea el jamón, el desayuno en el bar, el aceite de oliva, la tostada con tomate y las vacaciones más diversas a pocos kilómetros de distancia. Eso sí, mientras no falte el asado, las pizzas caseras, las medialunas, las empanadas, el Skype y alguna visita veraniega que te traiga los alfajores, el dulce de leche, las bananitas Dolca, las Rhodesias, Sonrisas, Merengadas o las gomitas Billiken. Porque diez años pueden ser mucho, o pueden no ser nada, según el sabor que guardes en la boca.

Betiana Baglietto

Periodista, escribidora. Con un pie en cada orilla. Más de 10 años en España, y aún no pierdo el acento. Loca por Bruno y Mateo

3 comentarios

  • Con 20 años, me embarque en ELMA, luego en otras empresas hasta que me casé.
    Intenté adaptarme a vivir en tierra una vida “normal”. Casa, esposa, un hijo, suegra, un trabajo en el hospital Piñero, un sueldito…
    Con 45 percibí que mi futuro sería muy pobre.
    2001. Colas en el consulado y yo, con mi madre asturiana y mi padre gallego lo tenía fácil.
    En ese tiempo tenía un tallercito, arreglaba y restauraba motos antiguas. Lo vendí todo.
    Con los ojos cerrados, puse el dedo sobre un mapa de España y cayó en Tenerife.
    Me vine solo con una mochila y 300 dólares.
    Mi vida embarcado me enseñó a no tener miedo a los cambios y a no ser muy delicado.
    A la semana estaba trabajando de soldador en la obra del Palacio de Congresos de Las Américas. En un mes gané más que allá en 8 meses y gastando menos.
    Antes del año, alquile un piso y traje a la familia.
    Y después vinieron muchos otros cambios. Algunos buenos, otros malos y en algún caso, terrible.
    Y siempre comparé mis malos momentos con los que vivió uno de mis abuelos que emigró a Argentina a principios del siglo XX con un montón de hijos, a la buena de Dios, sabiendo que nunca volvería a su tierra. Lo mío en comparación, no era gran cosa…
    Hoy, casi jubilado, encontré mi lugar en el mundo.
    Me dí cuenta cuando viajé para allá poco antes de la pandemia.
    Hacia 17 años que no iba.
    Lo que vi, me recordó porqué me vine.
    A veces me preguntan si voy a volver cuando me jubile.
    No.
    Hay un dicho que dice: Nunca vuelvas al lugar donde fuiste feliz.
    Uno guarda recuerdos y el tiempo los cambia, los maquilla.
    Cuando se vuelve después de tantos años vemos que de esos recuerdos ya no queda nada.
    Vemos una realidad a veces fea.
    Seguiré recordando la Argentina que yo conocí pero como una fantasía.

  • Mi experiencia fue muy distinta. Aquí me esperaban mis padres, mi hermana, y decenas de primos. Estoy en Galicia. Es también mi tierra. Como lo es Parque Patricios. Hace 13 años de eso. Hace 13 años que fui expulsado de mi país. Estoy bien. He vivido mis mejores años de mi vida aquí. Pero todos los días, desde hace 13 años leo Clarín, Pagina 12, La Nación y Crónica. Sigo matriculado en mi colegio profesional. Y sigo estando en Parque Patricios. Mi barrio. El que fue hasta el 2003. Luego se transformó. Pero no puedo evitar sentir que siempre una parte de mi estará allí, como la otra está aquí en Galicia, en tierra de mis antepasados. Ya ven que los afectos fueron superiores a la posibilidad de trabajar en EEUU, que tenía con mucho mas dinero que el que pueda ganar en España.

  • Un relato maravilloso , me sentí muy identificado. Hay algo que tengo muy claro , algún día volveré , no dejo de extrañar ni un solo minuto. SIEMPRE ARGENTINO

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