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La vida es una foto

Se han realizado estudios razonablemente serios que confirman con cierta lógica que no hay nada como la buena memoria para conservar recuerdos interesantes que marcan indeleblemente nuestra experiencia de vida.

Esto es importante y confirma la teoría que el dinosaurio que esto firma tiene bien clarito o sea que cuando uno, por ejemplo, viaja no es aconsejable tener atornillado al ojo la máquina fotográfica, el celular o cualquier otro aparatejo para reproducir imágenes pues es mucho más relajado y a la postre más agradable mirar, ver, gozar la realidad que el frenesí de perpetuar esas experiencias sacando fotos hasta los detalles más superfluos. En la década del setenta los que se llevaban el primer premio en esa furia fotográfica eran los contingentes de turistas japoneses. Recuerdo esas mareas humanas corriendo por la Capilla Sixtina, el Louvre y la Torre Eiffel mirando a través de la cámara el ochenta por ciento de los paseos. Es muy lógico querer tener un registro se esas experiencias porque muchas veces nuestros relatos no son lo suficientemente elocuentes y no podemos transmitir la belleza de un paisaje, la importancia de alguna maravilla natural o arquitectónica o incluso algún aspecto negativo que observamos bajo el oropel de la guía turística y que deja al desnudo las carencias y desigualdades de sociedades aparentemente perfectas. Pero la mejor manera de vivir es ver, mirar, oír, observar, analizar y razonar lo que vemos tomando fotografías con nuestras mentes y tratar de razonar esas imágenes que muchas veces valen más que mil palabras.

Nuestra ansiedad no nos permite a veces gozar plenamente de eventos maravillosos desde lo simple a lo más complejo. Esos cumpleaños en las cifras redondas, los quince años, los veinte, los cuarenta y, si Dios nos ayuda, los ochenta o noventa, la despedida de soltero, el primer hijo, la Navidad histórica y el Año Nuevo más promisorios o el más triste por la ausencia de seres queridos y tantas fechas más de las que debemos tener en la foto para rememorarlas pero también debemos registrarla en nuestra memoria y revisarla desde lo más profundo de nuestro corazón. Desde un paisaje a una sensación, desde un momento histórico a un niño hambriento llorando en medio de un bombardeo, todo lo que vemos debe servirnos para saber dónde estamos, de dónde venimos y adónde vamos.

Pero hoy en día la superficialidad y la urgencia absurda han llegado de la mano del telefonito diabólico porque antes la foto impresa, el álbum de recuerdos y la ya viejo video eran tangibles y podían desde lo concreto guardar nuestros recuerdos para nosotros y todos nuestros amigos, hoy en cambio quedan en esos aparatos, se borran y se olvidan mucho más rápidamente. Esa ansiedad de vivir cosas pensando en lo que sigue en lugar de gozar lo que estamos disfrutando nos lleva a pasar por la vida sin registrar las experiencias en profundidad y por lo tanto sin aprovechar las lecciones que nos podrían servir para corregir errores o confirmar aciertos.

Atropellar la vida no es vivir, es pasar por la vida sin solución de continuidad, es una ráfaga llena de ambiciones sin límite y gasto inútil de energías que nos dejan exhaustos y nos hace perder la posibilidad de disfrutar los verdaderos placeres de la buena vida. Hemos llegado al extremo absurdo de fotografiar un delicioso plato de comida aún antes de paladearlo como si fuera más importante la foto de esa exquisitez culinaria que el sabor que esa comida pueda tener, es como querer testificar que estuvimos en ese restaurante como si eso fuera lo importante y hay gente que sigue mirando el teléfono chequeando mensajes mientras deglute el plato sin siquiera hablar con sus contertulios. ¡Desconectemos por Dios!.

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