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Socorro

Enrique Pinti – La Nación (www.lanacion.com.ar )

La violencia está desatada en todo el mundo. Esto no es novedad, por el contrario hace mucho tiempo que es la protagonista mayoritaria de las noticias cotidianas. Mucho se habla y por lo visto poco se hace para combatir las múltiples causas que la engendran.

Cuando uno ve y escucha por ejemplo la danza de millones y billones de dólares, euro, yenes, y demás monedas fuertes que forman parte de las externas e internas, de las mordidas, coimas, evasiones, robos, estafas y defraudaciones, nos corre un escalofrío paralizante que algunos pueden asimilar pero otros, y no son pocos, reaccionan con diversos grados de violencia ante la desfachatez y muchas veces impunidad de los malos gobernantes y sus entornos que ostentan niveles de vida llenos de lujos, extravagancias y excesos que contrastan dramáticamente con la miseria y privación de los más elementales derechos humanos con que millones de personas tienen que lidiar.

Esto es uno de los muchos posibles móviles que desencadenan situaciones explosivas que llegan a producir desmanes y revueltas con resultados mortales. Ante semejante “despliegue de maldad insolente”, como decía el genial Discepolín en la década del ’30 y que por lo visto no se ha reducido sino todo lo contrario, los hechos de violencia adoptan muy diversas exteriorizaciones con el común denominador de la destrucción de la calidad de vida que cualquier ser humano merece. Desde los fundamentalismos religiosos, políticos y económicos hasta encuentros deportivos y fiestas electrónicas cualquier escenario es propicio para que la bestia que todos llevamos dentro aflore con crueldad, sadismo y atropello del derecho sagrado que es el que representa la esperanza de vida. Se adoptan aquí y allá medidas restrictivas, vigilancias más estrictas, penas cada vez más duras para estas infracciones, pero a la larga o a la corta los brotes del horror resurgen con renovados bríos destructores.

 

Se habla de la erradicación de la violencia entre los hooligans británicos en canchas locales pero ni bien cruzan las fronteras y concurren a eventos en otros países vuelven a emborracharse y a destruir barrios enteros de ciudades importantes. Los alemanes, los croatas, diversas etnias eslavas y africanas se afanan en batir los records de salvajismo y lo que no pueden hacer en sus países de origen lo hacen en territorios vecinos. Y no sólo es en los encuentros deportivos donde mucha veces el fanatismo patriotero puede ser la excusa para el desmán donde se desarrollan estas lamentables muestras de incultura sino también en épocas de vacaciones, en playas y centros turísticos donde hordas de imbéciles de ambos sexos y variantes a granel protagonizan situaciones donde el alcohol, la droga, los prejuicios raciales y sexuales desencadenan destrozos con abundantes víctimas muchas veces fatales que convierten la diversión en un festín diabólico y asesino.

 

Luego nos llenamos la boca con sesudas definiciones sobre qué es ser “un país serio”, nos autoflagelamos con las eternas “argentinadas” exclamando: ¡esto sólo pasa acá! ¡andá a hacerlo en Norteamérica y Europa! Y no terminamos de expresar nuestros profundos disparates cuando el mundo es sacudido por atentados suicidas, universidades, escuelas infantiles, discotecas, cines y hasta centros de rehabilitación, bombardeados, incendiados, atacados y arrasados con miles y miles de muertos en “países serios” con penas de muerte, cárceles seguras y legislaciones severísimas.

 

El mundo está en llamas, las frustraciones son cada vez mayores; los abusos, cada día más frecuentes y cada país ostenta personajes inauditos llenos de xenofobias, ambiciones, corrupción desenfrenada, justicias escleróticas y burocráticas y desigualdades intolerables. Cada día es más difícil ostentar un equilibrio que permita al menos la posibilidad de encontrar una explicación racional a tanta irracionalidad.

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